El terremoto de la madrugada del 8 de septiembre de 2023 azotó a la población Marroquí con una intensidad sin precedentes. Una sociedad que no estaba preparada para recibir tal temblor se vio obligada a movilizarse y socorrer a todo aquel que pudiera mientras llegaban los equipos de rescate y la ayuda exterior.

Aun así, hubo zonas cercanas al epicentro, localizado en Ighil, que quedaron expuestas al aislamiento. Las localidades rurales tuvieron que abastecerse humanitariamente como pudieron y en muchos casos sin ningún apoyo externo. Este es el caso de Imindounit, un pueblo situado a veinte kilómetros del punto cero del terremoto. 

 

Arropada por montañas y descansada sobre una colina, Imindounit oyó cómo rugían los montes y el mundo se les venía abajo. El material del que estaban hechas las casas -adobe- no resistió a las embestidas de la naturaleza y la mayoría de habitantes se quedaron sin hogar. De hecho, ellos mismos contaban que se hallaban sin nada, ya que sus casas eran lo único que tenían. En una población que se encuentra a cincuenta kilómetros del supermercado más cercano, la comida sé la da la tierra y sus conreos les permiten continuar con su día a día. Más aún si, según contaban los habitantes de la zona, ni el gobierno les había brindado ayuda. La carretera que conduce a Imindounit se encontraba, como muchas aquellos días, llena de rocas, sedimentos y elementos que impedían, o dificultaban con creces, el paso de vehículos y cualquier tipo de refuerzo. Algunos civiles llegaron para ofrecer todo lo que podían, pero en situaciones como está nunca es suficiente. Allí, lo urbano se había convertido en un campo de fútbol que albergaba a mujeres, hombres, niños y niñas de todas las edades. Las tiendas de campaña eran el refugio obligatorio de todo el mundo. La mayoría había visto como se destruía su todo por completo y debían empezar de nuevo. 

 

Junto a las tiendas también se encontraba un grupo de jóvenes animado por un chico más mayor, que había llegado al poblado para ayudar, que les enseñaba a hacer piruetas. Un colchón servía de pista de aterrizaje, y, aunque los niños eran conscientes de lo ocurrido, dejaban volar allí su alegría e imaginación por momentos. El grupo pasaba de uno en uno e improvisaba sus mejores saltos, con mejor o peor técnica, pero con un ritmo incesante. De otro lado, un grupo de hombres se escondían bajo el resguardo de una de las únicas paredes que quedaban en pie de Imindounit. Sentados unos junto a otros, se protegían del calor infernal, de unos cuarenta grados, al que les había derivado la desgracia de los ahora, sin techo. Además, la vida no era solo complicada durante el día, a raíz de las temperaturas, sino que por la noche el desierto subía del infierno al cielo y el frío llegaba a los cinco grados. 

Los triángulos de ropa poco les protegían de esas condiciones y las casas que se mantenían a medio pie eran un peligro por las réplicas que se producían. Aun así, los habitantes del poblado tuvieron la suerte de no contemplar víctimas mortales a sus ojos. Las múltiples manos de los vecinos trabajaron codo con codo para acelerar el rescate de sus conciudadanos, seguramente, a sabiendas de que la ayuda tardaría mucho tiempo en llegar y la esperanza del reloj se agotaba minuto a minuto. Aquellos que fueron rescatistas y los rescatados vivían del mismo modo entre los recuerdos que algunos habían podido recoger. Fotos de família, un reloj de pared o libros eran lo más valioso que quedaba allí, a parte de comida, mantas y vidas salvadas.